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LA HERMANA RENATA

 

Hoy yace el cuerpo de la hermana Renata rodeada de aquellas que fuimos sus compañeras en el colegio.

En dos semanas estaría cumpliendo noventa años, pero su corazón se paralizó anoche, mientras dormía.

Observo a mis compañeras rezando en susurros, pidiendo por el alma de quien fue una mujer agresiva, malhumorada, y que muchas de las que hoy oran por su alma calificaron hasta de macabra.

Una sierva de Dios, es verdad, pero con un carácter de los mil demonios.

Renata, cuando recién ingresé al colegio, no solo por temas religiosos ya que, a demás, yo dicto clases de ciencias biológicas, respondió a una pregunta que nadie le había hecho nunca.

Mirábamos a los niños jugar en el patio de recreo, a ella le gustaba observar por si era necesaria alguna reprimenda, yo tenía treinta años, ella más de setenta.

-Hermana, ¿Qué la motivó a ser religiosa?- pregunté.

El seño fruncido, la mirada fija sobre los pequeños, y sus labios apretados mutaron completamente a cejas arqueadas, y boca entreabierta distrayéndola totalmente.

-Es una historia complicada, Hermana- Fue su primera respuesta

-Yo le puedo decir que siempre tuve vocación de servicio, desde niña, no fue sorpresa para mis padres cuando les anuncié mi decisión

-Es hermoso lo que me cuenta- Comentó, tragó saliva, guardó silencio unos segundos, y volteó a mirarme regalándome una sonrisa forzada.

-¿Y cómo es su historia complicada?-Insistí

-Nadie antes había preguntado al respecto- Contestó mirando al suelo

Ahora recuerdo esa charla como si hubiera sido ayer, cuando las demás hablaban de su comportamiento hosco y soberbio, del modo en que inventaba nuevos castigos para los chicos que, en su mayoría, no habían hecho nada grave para merecerlos. Yo en silencio comprendía un poco a Renata, aunque no la justificaba.

Ella respondió contándome la historia de su vida.

Renata era la hija de una familia religiosa, y pudiente de España.

Durante el embarazo todos la llamaban: “Renato”, hasta que al nacer supieron que era una niña.

Ya sin nombre, y según su padre, inútilmente apellidada, simplemente cambiaron la letra final de su nombre, volviéndolo femenino.

Creció ignorada por su padre, pero feliz y mimada por su mamá y los sirvientes.

Solía ser una niña alegre, divertida, juguetona que corría por  grandes patios y pasillos, intentando, algunas veces, complacer a su padre, del cual solo obtenía un movimiento de bigotes., que en su infantil mente interpretaba como disgusto.

Cuando tenía ocho  años, y ya nadie esperaba que sucediera, vino otro bebé a la familia.

El nacimiento de Marcos, su hermano menor, marcó la vida de Renata, porque junto con su llegada partió su madre.

Pocas semanas después de la muerte de su mamá, con un padre orgulloso por el esperado varón, y pareciendo no estar muy afectado por la pérdida, llegó una visita para Renata.

Por primera vez su padre la tomaba de la mano, y sonriente la acompañaba a la puerta. Ella jamás pudo olvidar ese cálido y engañoso contacto con su progenitor.

En aquella puerta la esperaba una monja, la cual también la tomó de la mano, y la llevó a un convento, por pedido de su padre.

El recuerdo que más grababa en su  mente Renata, y que le hacía humedecer sus  pequeños y verdosos ojos, era el de su papá volteando indiferente, con una sonrisa, y ella preguntándose donde estarían sus amigos, a los que su padre llamaba: los sirvientes.

A los veinte años fue asignada a este país, y se convirtió en parte importante del colegio, que fue testigo de toda su vida adulta.

Nunca más supo nada de su hermano, ni de la servidumbre de su familia, y mucho menos de su papá.

Creció alejada de todo lo que conocía como propio, porque no le tocó ser Renato, y forjó un carácter que le dio fama de estricta, rigurosa, y hasta de mala, entre los niños, y sus compañeras. Excepto yo, que prometí no volver a hablar de aquella conversación ni con ella ni con ninguna de las otras hermanas de la congregación, ni siquiera después de hoy

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