Mi alergia a las mascotas me llevó a ser ingeniero en robótica.
Siempre me encantaron los animales, soñaba con dedicarme a la veterinaria, pero no pudo ser.
Antes de recibirme ya me había hecho loros, pájaros y un ratón.
Estos son robots perfectos, nadie se daría cuenta de que mi perro, en su interior era una máquina.
Lucho es inteligente, juguetón y fiel, como cualquier otro perro.
Gracias a esta capacidad de crear a mis mascotas, mi alergia pasó a segundo plano.
Mi más magnifica creación comenzó con Ruperto, un gato.
Logré que Ruperto, no solamente fuera como cualquier gato, sino que comenzara creado como un recién nacido, y llegara a crecer hasta convertirse en adulto. Lo mejor de todo sería que mi gato, al igual que mis demás creaciones, nunca moriría.
Ya teniendo mi propio laboratorio, y vendiendo mascotas para personas que, ya sea por problemas similares al que tengo yo, o por su inmortalidad, las preferían.
El negocio creció tanto que contraté a una asistente, al verla me enamoré al instante.
Diana, mi asistente, era la causa de la mayor de mis alegrías, me hacía inmensamente feliz, ella amaba a los peces, y para ella hice una pecera gigante, sus peces robots crecían gradualmente y se veían hermosos.
Le inventaba los más fascinantes y exóticos animales marinos solo para verla sonreír.
Once meses después de que la conocí llegó corriendo y sonriendo al laboratorio con un test de embarazo positivo en la mano.
Esta razón me motivó a trabajar aún más.
Le regalé los peces más bellos que pude enterarme que existieron y ella los cuidaba como si desconociera que eran robots.
Tras la llegada de Sofía, Diana estuvo varios días internada, el parto fue muy complicado, los médicos dijeron haberla salvado de milagro, y que ya no podría tener más hijos.
Ella estuvo tan grave que pudo conocer a la bebé cuando ya tenía quince días.
Sin embargo Sofía creció hermosa, inteligente y era un calco de su madre.
La niña adoraba jugar con mis animales, observar a los peces de su mamá y hasta le hice, solamente para ella, un pequeño dragón que volaba.
Su habitación era una especie de zoológico inmortal y yo disfrutaba tremendamente verla jugar con sus monitos y conejos.
Cuando la nena tenía cinco años, Diana me dejó.
Yo no lo veía venir, no tenía idea de que se relacionaba con otro hombre, ni como lo conoció, hasta que un día de octubre simplemente, se fue.
Luego me envió un mail diciendo que había arreglado con su abogado para que yo pudiera ver a Sofía todos los fines de semana.
La extrañaba horrores, pero lo que más tenía era bronca. Me parecía tan injusto que se llevara a Sofía con un desconocido.
Respondí diciéndole muchas verdades, que la furia arrancó de mis dedos que tipeaban rápidamente como olas de un mar embravecido.
Al instante que envié el mail me arrepentí.
Busqué todas las maneras de evitar que llegara ese mensaje, pero no pude.
Corrí a la casa de Diana para evitar que lo leyera, pero cuando su pareja me abrió la puerta, y corrí a verla estaba llorando, ya lo había leído.
Me gritó entre lágrimas que eran celos, que lo que yo escribí eran mentiras, que ese mail estaba lleno de odio e inventos, que no me creería nada y que iba a hacer lo imposible para que no volviera a ver a la niña.
Me enfurecí con su última frase, vi sobre la estufa un hacha que la decoraba, la tomé, rompí la pecera que le había hecho y ahora adornaba su nueva sala.
Los peces mecánicos cayeron por todo el living, el agua mojaba el alfombrado y los trozos de vidrio llovían para todas partes
Me volteé enajenado, y noté en ese instante que Sofía estaba detrás de mí y con un giro, sin intención, le había cortado la cabeza, la cual rodó a los pies de Diana y le dijo: – ¡mami! – dejando ver que de su garganta, en lugar de sangre brotaban chispas, se veían microchips y espacios vacíos.
Diana se desmayó, su novio se puso pálido y vomitó la alfombra ya empapada y cubierta de animalitos marinos.
Yo tomé el cuerpo de mi niña y corrí hacia la cabeza que me miraba asustada, entonces le dije: No te preocupes mi amor, esta vez no vas a morir, papi te va a arreglar.