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  CRECER A LOS SESENTA Y CINCO

Máximo vive solo. Ha viajado mucho, y nunca le gustó la monotonía. Su vida siempre ha sido inestable, le ha huido al matrimonio, a los hijos, y a los trabajos convencionales.

Es muy bueno para el dibujo. Ha hecho esculturas, y algunos cuentos. También teatro, fue pianista en una iglesia a pesar de mentir que es ateo.

Hoy a los sesenta y cinco años se encuentra pintando un paisaje de lo que recuerda de cuando estuvo en Perú. Como siempre está tranquilo y despreocupado.

Lo llaman a la puerta, es una mujer. Él la mira de pies a cabeza, con las cejas arqueadas y limpiándose en el delantal las manos sucias de óleo.

-¿Es usted Máximo?- a lo que él responde asintiendo con la cabeza, ella pasa, y mira a los lados, observa el desorden de pinturas, hojas, lienzos y libros, voltea, suspira y agrega: Mi nombre es Gabriela, tengo un hijo de quince años que necesita un trasplante medular urgente. Ni mi esposo, ni mi madre ni yo somos compatibles, usted es mi última esperanza porque usted es mi padre.

-¿Su qué?- pregunta él con un hilo de voz, da un paso hacia atrás, con los ojos muy abiertos se apoya contra la pared, y niega con la cabeza.

-Mi mamá nunca quiso decirme quien eras, pero con lo que pasa con Mateo tuvo que hacerlo, se lo repito, usted es mi última esperanza.

Máximo camina hacia un viejo sofá cubierto de ropa, y algunas revistas, sin pestañear se desploma sobre este.

-Yo no tengo hijos, pero voy a ir igual, es la salud de un niño.

Gabriela sonríe, le da las gracias, extiende su mano dándole una tarjeta con su nombre y un número de teléfono, luego sale del apartamento con paso enérgico.

Máximo se levanta del sofá, camina hacia el baño, se mira en el espejo, su expresión es seria, el seño se le frunce, lleva las manos a su rostro y rascándose la barbilla susurra: ¿Un nieto?

Sin haber logrado dormir, a la mañana siguiente llama a Gabriela, concreta una cita en el hospital y al entrar a la sala donde está Mateo internado ve al flacucho y pálido jovencito sentando en la cama, sin saber porque se le dibuja una leve sonrisa.

Mateo ojeroso y cansado, lo saluda sin fuerzas. Máximo se sienta sobre la cama, y le da la mano, el muchacho intenta apretarla, y ríe.

Por un lado Máximo no abandona la esperanza de que Gabriela esté en un error, pero por otro la idea de ser el abuelo de Mateo le agrada.

-La nona Liliana no quiso venir- comenta Mateo. Máximo arruga la frente y mira al techo, resopla y se le escapa una leve carcajada.

-Entonces tu abuela es Liliana ¿La del mercadito? Con razón no dijo nada.

Mateo se tienta de risa hasta que la tos lo frena. Él conoce bien la historia.

Luego de ese encuentro, Máximo visita a Mateo todos los días. Le muestra sus pinturas, le lee sus relatos, y le promete que el día que deje esa cama conocerá su casa que es donde está casi todo su arte.

Las horas se vuelven días y los días semanas. El médico entra a la habitación con unos papeles en la mano .seguido por Gabriela, y dice que se preparen porque tiene que hacer la intervención cuanto antes ya que efectivamente Mateo y Máximo tienen la suficiente compatibilidad.

Se abrazan, festejan y Máximo piensa que lo que dijo el doctor hace semanas hubiera sido como un corte en un lienzo recién terminado de pintar, pero hoy siente que es la mejor noticia de su vida.

“Era un niño viejo, que no tenía una razón para vivir, hasta que un día un pequeño y débil ser le dio motivos para crecer a los sesenta y cinco” escribe Máximo en la pared de su casa con un pincel, y pintura azul.

Pasaron meses difíciles entre análisis e intervenciones. Mateo consigue el alta, retoma la secundaria, comienza a aprender a pintar con su abuelo y de ese modo llega a cumplir diecinueve años, edad en la que decide mudarse con Máximo.

Son como dos adolescentes cómplices, amigos, hermanos de la vida. Máximo le enseña todo lo que sabe en especial sobre pintura. Mateo aprender a bailar, toca el piano, viajan juntos, y de paso aprende diversas técnicas de conquista.

Ya con veintiséis años, y la misma vida loca y bohemia de su abuelo, Mateo viaja solo a una exposición de arte, estando allí recibe la noticia de la inesperada muerte de su abuelo. Al regresar al país pasa días encerrado sin

querer probar bocado, Gabriela, luego de varios intentos fallidos logra hacer que le abra la puerta.

Mateo barbudo, despeinado y sucio la deja pasar. Gabriela camina como hipnotizada hacia la pared, la mira con la boca entreabierta, y se le cae una lágrima

-Mateo, ¿Lo hiciste vos?- pregunta intentando ocultar el nudo que siente en la garganta.

-Sí, pero él lo hubiera hecho mejor- responde el joven sentado en el suelo con la brocha en la mano y la mirada perdida.

Debajo del letrero donde Máximo escribió hace años aquel micro relato que plasmaba lo que sentía por su nieto, Mateo lo pintó tal como lo recordaba, sonriente, enérgico, feliz y de fondo aquel cuadro donde Máximo quiso plasmar lo que recordaba de Perú.

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