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coleccionista

de  pieles

Cuando Mara ingresó al instituto nada la separaba de su bolso. Los médicos revisaron y no encontraron nada malo en que ella guardara doce cajitas de fósforos vacías en él. Cuando le preguntaban por esto, ella decía que no lo tocaran y que era su colección. 

Las primeras semanas para la joven fueron terribles, aquellas húmedas y frías paredes la hacían anhelar el hogar que había dejado tras el juicio. Los gritos sin sentido, los llantos y los pasos fuertes y pesados de las enfermeras hacían que Mara pasara la noche apretándose las orejas, lagrimeando, susurrando y mirando hacia su cartera.

¿Por qué estás aquí? Le preguntaba repetidas veces Ana, mientras perdía saliva y movía su cuerpo de atrás para adelante siendo ignorada.  ¿Por qué estás aquí?, no paraba de insistir. Mara no ignoraba la pregunta porque no deseara responderla, sino porque a veces no recordaba cómo llegó a aquel lugar lleno de gente ajena a ella. Están todos locos, susurraba en las noches mientras las lágrimas hacían surcos en su blanco y delicado rostro.

Dos semanas después del ingreso de la joven, Ana amaneció muerta en su cama, al parecer había sido un paro respiratorio. La mayoría coincidió en ello, salvo un psiquiatra, el doctor Henry, que observó que el cadáver tenía la nariz herida, pero  no le dieron demasiada importancia. Ana tenía muy mal equilibrio y concentración, probablemente se habría caído y esto no se asociaba en nada  con su deceso. Henry intentó investigar, pero los demás especialistas coincidieron en que era una pérdida de tiempo.

Ana ya no preguntaba más; Mara, sonriente, comía a solas hasta que pocos días después otra compañera que no paraba de hablar y enredar su propio cabello con sus dedos decidiera sentarse a su lado.  La felicidad de Mara se desvaneció de su rostro con la nueva visitante. Soy Juana y no estoy enferma como los demás, nadie sabe que estoy bien, por eso no me dejan ir. Un día se darán cuenta que estoy bien. Los demás están enfermos, yo no. Es este olor a cosas rancias y el aire caliente lo que va enfermando a todos, pero yo soy diferente, comentaba cada mediodía la mujer, mientras Mara comía y la miraba malhumorada.

Los días siguieron pasando hasta que una mañana Juana amaneció muerta en su cama, diagnóstico general: paro respiratorio. Pero Henry no estaba convencido, vio que una herida muy similar a la de la nariz de Ana se encontraba en la mejilla derecha de Juana.

Las enfermeras venían, abrían la boca de Mara, le echaban pastillas dentro y, levantando el mentón, se aseguraban de que las tragara. Ella al quedarse sola se provocaba el vómito para sacárselas del cuerpo, se miraba al espejo golpeando su cabeza con ambos puños y volvía a susurrar: aquí están todos locos, no puedo seguir así, aquí, en un lugar lleno de locos.

Tres días después del fallecimiento de Juana, Henry observaba el lugar caminando entre las mesas. Todos almorzaban, se escuchaba la lluvia, el aroma húmedo era aun mayor, algunos truenos y relámpagos alteraban a los internos. Las enfermeras les inyectaban calmantes y los llevaban a sus habitaciones. Otros celebraban el sonido de la naturaleza. Mara comía en silencio haciendo con sus ojos casi el mismo recorrido que estaba haciendo el doctor con los suyos.

Luego de que se calmara un poco la tormenta una anciana se sentó junto a Mara e intentó beber de su vaso, esta se levantó y se fue bastante ofuscada. Antes de entrar a su cuarto volvió y vio que la otra le había tomado su agua, así que volteó de nuevo, entró a su pieza y se tiró en la cama como un niño indignado. La lluvia volvió y con ella los gritos de miedo, las risas de festejo y la furia de Mara.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo la anciana intentó robar el vaso de Mara nuevamente. Esta se paró y bebió el contenido sin parar, le lanzó el vaso en la cara y dio media vuelta. La enfermera la tomó de un brazo y se la llevó mientras la anciana lloraba y aullaba. Mara no hizo ningún esfuerzo para librarse de la enfermera que simplemente la encerró.

Esa noche Henry fue a ver a la anciana, como hacía cada semana, y allí la encontró, muerta: paro respiratorio. La miró detenidamente, no vio heridas. Vinieron los enfermeros y la pasaron a otra camilla. Fue en ese momento que Henry se dio cuenta de que la lastimadura se hallaba detrás de  la oreja izquierda. 

Nariz, mejilla, oreja, paro respiratorio, repetía Henry en susurros mientras fumaba y miraba las fichas de Ana, Juana y Olga, la anciana. No puede ser tanta casualidad, seguía susurrando indignado, pero ya no le comentaba nada de sus sospechas o de la investigación a sus colegas.

Al quedarse dormido tuvo un sueño donde se encontraba recostado sobre una camilla del sanatorio. Mara se desprendía la túnica azul y se sentaba sobre él. Henry levantaba un poco su torso buscando besarla, ella se recogía su abundante cabellera negra mirándolo fijamente y lo ayudaba a desnudarse.  Hicieron el amor mientras Mara cada pocos segundos miraba hacia la puerta mordiéndose una mano y apoyando la otra sobre el pecho de Henry. 

Él  despertó alterado y con una sensación de ardor en su hombro derecho. Corrió al baño y se bajó parte de la camisa para ver que tenía un arañazo, y solamente se dijo que se veía reciente. Confundido volvió a acomodar su ropa y negó con la cabeza.

¿Por qué estás aquí?, escuchó Mara, era la voz de Ana. Se sentó en la cama y con la respiración agitada corrió hacia la puerta, miró por la pequeña ventanilla y sin lograr cerrar la boca volvió a recostarse y a sollozar.

A la hora del almuerzo los truenos volvieron y con estos el escándalo del horror y la algarabía de la celebración. Henry de nuevo caminaba de un lado a otro viendo a sus pacientes hasta que posó sus ojos en Mara. Recordó el sueño, sintió que se le secaban los labios y los mojó apenas con su lengua. Mara lo miró inexpresiva y una joven muy pequeña y delgada se sentó junto a ella.

“Soy Glenda{2, exclamaba sonriente, mientras Mara y Henry se miraban en silencio. El doctor no podía dejar de imaginar que ella podía deducir lo que él había soñado y no paraba de recordar.

“Soy Glenda”, decía una y otra vez la chica, y se rascaba de vez en cuando su colorada y escasa cabellera. Mara al fin la miró y le contestó en voz baja cerca de su oído preguntando “¿Y a mí que me importa?”. Glenda perdió su sonrisa, bajó la mirada, se levantó y se fue. Ella volvió a mirar a Henry y colocó un bocado entre sus labios, lo besó y luego lo comió. El doctor dejó de mirarla aunque sentía claramente los fuertes latidos que le producía verla y se retiró.

Henry se encerró en el baño, respiró hondo, apoyó ambas manos en el espejo y cerró los ojos. Imágenes de Mara recogiéndose el cabello, mojándose los labios, desabrochándose la ropa lo perturbaban mientras él se repetía: es una residente. Un enfermero apareció por detrás, le puso una mano en el hombro y le dijo: Amigo, ¿te encuentras bien? Henry abrió los ojos, asintió con la cabeza, se mojó la cara y salió.

Esa noche el psiquiatra no podía dormir pensando en aquel sueño, se levantó y fue al instituto. En el despacho buscó la ficha de Mara y allí supo el número de habitación donde hallarla y fue hasta allí. Ella le abrió la puerta, miró hacia los lados en el pasillo, al darse cuenta que estaban solos lo besó, le tomó la mano y lo llevó a otra habitación, mientras cargaba su bolso.

“Esta es la siguiente, me cae tan mal” comentó ella mirando a Glenda dormir. Le quitó la almohada donde descansaba  su cabeza y comenzó a ahogarla. Se va a despertar, dijo Henry. Ella entre risas negó con la cabeza mientras decía: pastillas.

Está listo, es tu turno, mi  amor. Henry se acercó y comprobó que Glenda estaba muerta. Confundido y a la vez excitado sacó un bisturí de un bolsillo y cortó un poco de la piel del cuello de Glenda. Mara sacó una cajita de fósforos vacía, puso el pedacito de piel dentro de la misma y esta en el bolso.

Ambos fueron a la habitación de Mara. Henry se recostó sobre la cama, ella se sentó encima y le dijo sonriente: Con el pedacito de la mano de nuestra mamá, más estos tres vamos cuatro de las trece pieles que necesitamos para completar la colección. Henry afirmó con la mirada mientras apenas sonreía. Ella se acercó, besó su boca y comenzó a ayudarlo a quitarse la ropa.

Las sonrisas de Sonia

Sonia aprieta sus puños contra la cama, contiene las lágrimas y voltea la mirada hacia Delfina que le pregunta desde la puerta si le presta sus zapatos nuevos.

-Si, claro hija, están allí- señala con un leve cabezazo mostrando una amplia y luminosa sonrisa.

-Bueno- dice la adolescente tomando los tacones -dice papá que donde estás que quiere unos mates- agrega y sale de la habitación sin mirar a su madre.

Sonia respira hondo, mira hacia el techo, traga saliva, observa unos segundos el suelo juntando su cabello como si deseara armar una coleta con este, lo vuelve a soltar mientras escucha su nombre ser repetido desde la sala varias veces, se para, camina, vuelve a suspirar, en mitad del camino encuentra a su marido que iba a buscarla y le repite lo que ya le había pedido Delfina, ella con amabilidad sonríe y responde -Si, Fernando, ya voy.

labios rojos
 

Pinto mis labios de rojo, me tomo una selfie y la publico en el muro de mi Facebook.

Dicen que así demuestro que estoy en contra de la violencia hacia la mujer. Obviamente lo estoy, soy una mujer.

Escribo en Word un discurso donde digo lo que realmente siento al respecto, lo corto, y cuando lo voy a pegar me detengo un instante, recordando la casa de mi abuelito.

Durante mi infancia mi padre trabajaba todo el día fuera. Mi mamá también, pero ella me llevaba a su trabajo, ya que no tenía con quien dejarme, después de la escuela.

Ella cocinaba y limpiaba para una familia acaudalada a pocas cuadras de nuestro humilde apartamento.

Cada noche me pedía que no contara lo que veía en lo de sus patrones, y me repetía que necesitaba mucho ese empleo. Yo me callaba, y ella también.

La familia se componía por tres personas. Un hombre entrado en años al que yo llamaba abuelito, su esposa, y su única hija, que tenía muy pocos años menos que mi mamá.

Yo miraba a mi madre fijamente, ella trabajaba en silencio y me respondía las miradas, arqueaba las cejas y me hacia muecas pidiéndome silencio.

Pego lo que he escrito, lo publico, pienso que es un mundo injusto, donde hay doble moral, y comienzo a recibir reacciones de mis contactos. Me río, muevo la cabeza y me sorprendo de lo que dicen algunas personas.

Se escuchaban gritos, discusiones, golpes a cada rato.

A la noche, muchas veces escuché a mi mamá contarle en susurros a mi viejo lo que pasaba en aquella casa. Él un poco se indignaba, y otro poco le recomendaba que no se metiera, porque la situación no era la mejor para buscar otro trabajo.

Al abuelito le gustaba enseñarme a jugar dominó.

Yo ya lo había entendido, y hasta le ganaba, pero me hacia la que necesitaba clases para compartir tiempo con él.

Me daba mucha pena, él me contaba sus vivencias en Europa, sus historias de guerra, y me aconsejaba que cuidara mucho a mis papás.

Mi vieja pasaba con su escoba, me guiñaba el ojo, y seguía trabajando.

Las dos sabíamos que yo era su única aliada, una aliada que no llegaba a los nueve años.

Una de las tantas veces que su mujer y su hija lo castigaron y le gritaron, él cayó dándose la cabeza contra un mueble y generando un coagulo que le provocó un ataque, haciendo que perdiera la movilidad de sus piernas y de uno de sus brazos.

La mala suerte y el destino hicieron que sucediera un viernes a la noche.

Mamá llegó el lunes a la mañana y lo vio en el suelo, usando pijamas, y temblando de frio, sin poder pararse. Se asustó mucho, pero doña Hilda, su esposa, le dijo que él era caprichoso, mañero y que estaba exagerando. Mi madre de todos modos llamó a una ambulancia mientras escuchaba los reproches de aquella mujer.

Nadie hizo nada.

Después del incidente era yo la que movía las piezas del dominó mientras él sonreía con los ojos humedecidos, y decía las palabras que podía jugando con su único miembro hábil.

Eso no cambió la actitud de su familia. Siguieron insultándolo, agrediéndolo y le dieron cachadas incluso frente a nosotras. Siempre la causa era que no les gustaba su opinión, o no entendían porque se metía en la charla.

Nunca olvidaré cuando ocho años después cuando nació Leandro Hasta ese día yo era la única nieta, pero él era el primero de su sangre.

Mi abuelito estaba muy entusiasmado, pero su hija no lo dejó verlo ya que lo llamo sucio e inútil. Le dijo que podía hacer caer al niño, y quizá pegarle alguna porquería.

Yo lo afeité, le corté el cabello. Él, que ya hablaba mucho mejor, me pidió que no lo bañara, ya que le daba bastante vergüenza por mi edad, entonces mamá lo hizo sola, le pusimos ropa limpia, y le pedimos a su hija que nos dejara mostrarle el bebé. Entre dientes y a disgusto ella lo hizo. y para nosotras fue un pequeño gran logro ayudarlo.

Suena mi teléfono: es mi madre, me llama, me dice que le agradó mucho lo que escribí debajo de mi foto con los labios pintados de rojos, y que me invita a almorzar. Yo acepto y me despido.

Orgullosa, con los ojos llenos de lágrimas, y un nudo en la garganta lo releo en voz alta, aunque estoy a solas:

“Yo como mujer estoy en contra de la violencia hacia nosotras, ¿Pero no creen que es poco? Nadie debería recibir violencia de ningún tipo, ni verbal, ni escrita, ni física, ni psicológica. Absolutamente nadie, ni niños, ni ancianos, ni jóvenes, ni mujeres, ni hombres, ni animales.

Yo sé que muchos de los que leen esto han pasado por situaciones dolorosas, y no hablan, porque lo he vivido de cerca.

Los animales no pueden, las mujeres tienen miedo y los hombres no lloran.

Pinto mis labios rojos en contra de la violencia, en general, no solo hacia nosotras , sino de absolutamente todo tipo de violencia”

Me seco las lágrimas pensando en cómo extraño las partidas de dominó, ya no jugué nunca más, desde que mi abuelito murió, y mis viejos abrieron su negocio.

Tengo la intención de apagar mi laptop cuando me llega un me encanta, y una invitación de amistad de Leandro, el nieto biológico.

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